SER MONJA NO VALE LA PENA…


por Analin
“Ser monja no vale la pena” dijo la psicóloga que contestó a la pregunta: ¿Qué piensa la sociedad del Distrito Federal sobre la vida consagrada.
Eran las 4:30 p.m. del sábado primero de agosto de 2015, cuando 500 monjas de clausura se apiñaban en el salón San Pablo de la Plaza mariana en la Basílica de Guadalupe, -se sentía mucho calor-, pero las religiosas escuchaban atentas el punto de vista de los panelistas en el Congreso nacional sobre la vida consagrada.
Me sorprendió escuchar a la joven psicóloga que les preguntó: “¿Son capaces de aguantar los que les voy a decir?” Pues, después de encuestar a diferentes sectores de la sociedad, había concluido que para la mayoría de las personas que no van a la Iglesia: “ser monja no vale la pena”; “el mundo las ve como mujeres no realizadas, cobardes, que han evadido los problemas del mundo, que temen a los retos y que, por alguna frustración, se han escondido tras los muros de los conventos”.
Al finaliza el panel, Mons. Salvador Rangel, responsable de la Dimensión episcopal de la vida consagrada, agradeció a la psicóloga y demás panelistas su participación, y acto seguido, en procesión con aquellas consagradas nos dirigimos al templo expiatorio de Cristo Rey para un encuentro personal con Jesús sacramentado.
Las monjas pudieron entonces preguntarle cara a cara a Jesús: “¿Señor para qué nos llamaste? ¿Vale la pena consumir la vida adorando tu presencia? ¿Tiene sentido hacer oración por la salvación de la humanidad?”… Y Jesús, permaneció en silencio… Sólo pudieron contemplar una vez más a su Señor crucificado, despojado, abandonado, rechazado por los exitosos de su tiempo, descartado, insultado, zaherido y olvidado de todos, menos de las monjas contemplativas, de esas inútiles a los ojos del mundo, que acompañan con su vida al gran perdedor: Jesucristo, el salvador del mundo, salvador de los que lo aceptan y de los que lo rechazan.
Al salir de la adoración se me acercó una joven religiosa, con sus ojos brillantes, su rostro luminoso y su sonrisa franca y me dijo con firme voz: “Ser monja vale la pena”.
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